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El farmacutico empezó a decir.
-En efecto, el tiempo no est propicio a causa de la humedad.
-Sin embargo -replicó el recaudador con aire maficioso-, hay quien no se asusta.
Emma estaba sofocada.
-Dme tambin.
No se marchar de una vez?, pensaba ella.
-Media onza de colofonia y de trementina o cuatro onzas de cera amarilla, y tres medias
onzas de negro animal, por favor, para limpiar los cueros charolados de mi equipo.
El boticario empezaba a cortar cera, cuando la seora Ho mais apareció con Irma en
brazos, Napoleón a su lado y Atala detrs. Fue a sentarse en el banco de terciopelo, al
lado de la ventana, y el chico se acurrucó sobre un taburete, mientras que su hermana
mayor rondaba la caja de azufaifas cerca de su papato. ste llenaba embudos y tapaba
frascos, pegaba etiquetas, haca paquetes. Todos callaban a su alrededor; y se oa
solamente de vez en cuando sonar los pesos en las balanzas, con algunas palabras en voz
baja del farmacutico dando consejos a su discpulo.
-Cómo est su pequea? -preguntó de pronto la seora Homais.
-Silencio! -exclamó su marido, que estaba anotando unas cifras en el cuaderno
borrador.
-Por qu no la ha trado? -replicó a media voz.
-Chut!, chut! -dijo Emma sealando con el dedo al boticario.
Pero Binet, absorto por completo en la lectura de la suma, no haba odo nada
probablemente. Por fin, salió. Entonces Emma, ya liberada, suspiró hondamente.
-Qu fuerte respira! -dijo la seora Homais.
-Ah!, es que hace un poco de calor-respondió ella.
Al da siguiente pensaron en organizar sus citas; Emma quera sobornar a su criada con
un regalo; pero habra sido mejor descubrir en Yonville alguna casa discreta. Rodolfo
prometió buscar una.
Durante todo el invierno, tres o cuatro veces por semana, de noche cerrada, l llegaba a
la huerta. Emma, con toda intención, haba retirado la llave de la barrera que Carlos creyó
perdida.
Para avisarla, Rodolfo tiraba a la persiana un puado de arena. Ella se levantaba
sobresaltada; pero a veces tena que esperar, pues Carlos tena la mana de charlar al lado
del fuego y no acababa nunca. Ella se consuma de irnpaciencia; si sus ojos hubieran
podido le habra hecho saltar por las ventanas. Por fin, comenzaba su aseo nocturno;
despus, tomaba un libro y segua leyendo muy tranquilamente, como si la lectura la
entretuviese. Pero Carlos, que estaba en la cama, la llamaba para acostarse.
-Emma, ven -le deca-, es hora.
-S, ya voy! -responda ella.
Entretanto como las velas le deslumbraban, l se volva hacia la pared y se quedaba
dormido. Ella se escapaba conteniendo la respiración, sonriente, palpitante, sin vestirse.
Rodolfo llevaba un gran abrigo; la envolva por completo, y, pasndole el brazo por la
cintura, la llevaba sin hablar hasta el fondo del jardn.
Era bajo el cenador, en el mismo banco de palos podridos donde antao León la miraba
tan enamorado en las noches de verano. Emma ahora apenas pensaba en l.
Las estrellas brillaban a travs de las ramas del jazmn sin hojas. Detrs de ellos oan
correr el ro, y, de vez en cuando, en la orilla, el chasquido de las caas secas. Masas de
sombra, aqu y a11, se ensanchaban en la oscuridad, y a veces, movidas todas al unsono,
se levantaban y se inclinaban como inmensas olas negras que se hubiesen adelantado para
volver a cubrirlos. El fro de la noche les haca juntarse ms; los suspiros de sus labios les
parecan ms fuertes; sus ojos, que apenas entrevean, les parecan ms grandes, y, en
medio del silencio, haba palabras pronunciadas tan bajo que caan sobre su alma con una
sonoridad cristalina y que se reproducan, en vibraciones multiplicadas.
Cuando la noche estaba lluviosa iban a refugiarse al consultorio, entre la cochera y la
caballeriza. Ella encenda uno de los candelabros de la cocina que haba escondido detrs
de los libros. Rodolfo se instalaba a11 como en su casa. La vista de la biblioteca y del
despacho, de todo el departamento finalmente, excitaba su alegra; y no poda contenerse
sin bromear a costa de Carlos, lo cual molestaba a Emma. Ella hubiese deseado verle ms
serio, a incluso ms dramtico, llegado el caso, como aquella vez en que creyó or en el
paseo de la huerta un ruido de pasos que se acercaban.
-Alguien viene -dijo ella.
Rodolfo apagó la luz.
-Tienes tus pistolas?
-Para qu?
-Pues... para defenderte -replicó Emma.
-De tu marido? Ah!, pobre chico!
Y Rodolfo remató la frase con un gesto que significaba: Lo aplastara de un
papirotazo.
Emma se quedó pasmada de su valenta, aunque notara una especie de falta de
delicadeza y de grosera ingenua que le escandalizó.
Rodolfo pensó mucho en aquella historia de pistolas. Si Emma haba hablado en serio,
resultara muy ridculo, pensaba l, incluso odioso, pues no tena ninguna razón para
odiar al buenazo de Carlos, no estando lo que se dice consumido por los celos; y, a este
propósito, Emma le haba hecho un gran juramento que l no encontraba tampoco del
mejor gusto.
Por otra parte, se estaba poniendo muy sentimental. Haban tenido que intercambiarse
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